Unos días más tarde, cuando su muerte ya no era inminente, Naomi anunció que se iba a casa y el hospital respondió poniéndola en espera de salud mental durante 72 horas. Luego, los médicos obtuvieron lo que Colorado llama una certificación a corto plazo, que requería, por orden judicial, que Naomi fuera detenida y tratada, en su caso hasta que alcanzara lo que los médicos habían determinado que era el 80 por ciento de su “peso corporal ideal”. En Colorado, como en la mayoría de los estados, un paciente puede ser tratado en contra de su voluntad si tiene una enfermedad mental y se le considera incapaz de tomar decisiones informadas. Ese día, Naomi fue transferida a un programa residencial en el Eating Recovery Center (ERC) en Denver.
“Estoy tan enojada, estoy tan enojada”, dijo Naomi en otro mensaje de video, con voz apagada e impasible. “Me faltaron el respeto por completo. Me engañaron. Naomi podía sentir que su mente estaba disminuida –era demasiado lenta, demasiado perezosa– pero descubrió que podía pensar en línea recta. Sabía razonar. Entonces, ¿por qué los médicos dijeron lo contrario? Para entonces, había entrado y salido de hospitales, salas psiquiátricas y programas de trastornos alimentarios, incluido el ERC, más veces de las que podía recordar. ¿Era realmente tan irracional para ella pensar que probar el mismo tratamiento por centésima vez sería inútil?
Cuando era adolescente, Naomi creía que los programas de tratamiento podrían salvarla. Comía bajo supervisión y asistía a sesiones de terapia de grupo en las que, entre otras cosas, los pacientes discutían los orígenes y las posibles funciones psicológicas de sus trastornos alimentarios. A veces, Naomi hablaba de cómo dejó de comer porque pensaba que eso la convertiría en una nadadora más rápida. O la de que ella simplemente quería ser especial, como si su hermano mayor fuera especial porque era muy inteligente. Otras veces contó el día que murió su abuelo y toda la familia fue a comer a un restaurante. Noemí se rebeló al ver a todos alimentando sus cuerpos con algo tan carnal como la comida cuando deberían estar inundados de dolor. Años más tarde, era difícil decir si alguna de estas historias de origen importaba. Con cada ingreso al hospital, Naomi ganaba peso. Cada vez, el peso extra le parecía insoportable y lo perdió poco después del alta.
Con el paso de los años, a Naomi le resultó cada vez más difícil “cumplir” con el tratamiento estándar. Se negó a participar en sesiones grupales. O se desconectó durante la terapia, que le pareció infantil e innecesaria. A veces manipulaba sus vías intravenosas, porque era demasiado horrible ver esas bolsas de plástico llenas de calorías líquidas vaciarse en su cuerpo. Durante algunas hospitalizaciones, Naomi se obligó a ganar peso para poder ser dada de alta. Otras veces firmó en contra del consejo del médico. Más tarde, Naomi comenzó a darse atracones y a purgarse. Se excusó después de comer y salió al patio a vomitar en bolsas de plástico que arrojó al patio del vecino para que nadie la viera. Vomitó y vomitó hasta que el ácido del estómago quemó el esmalte de sus dientes y tuvo que gastar 22.000 dólares para reemplazarlos.
Entre programas de tratamiento y hospitalizaciones de emergencia, Naomi, a los 18 años, fue a la universidad. Quería estudiar psicología, pero lo único que podía hacer era hacer ejercicio durante horas al día después de comer casi nada, tal vez una manzana. En su último año abandonó los estudios. Más tarde encontró trabajos que le interesaban (asistente de enfermería certificada que hacía evaluaciones de salud en el hogar, coordinadora de pacientes en un hospital), pero a menudo eran interrumpidos por otra hospitalización médica.